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La historia del Rojo nos transporta a los años 80, cuando los aromas del campo y el carbón daban forma a la vida cotidiana de su familia. Su padre, conocido cariñosamente como Don Jelillos, era un hombre trabajador y visionario. En medio de una familia numerosa, dividida por las necesidades de la época, Don Jelillos hacía constantes viajes a la Ciudad de México para vender tacos. La taquería era más que un sustento; era un legado familiar, pues tíos y parientes compartían la misma pasión por este oficio.
Sin embargo, esos viajes le pesaban. Don Jelillos anhelaba quedarse en su tierra, convencido de que su sazón no necesitaba cruzar fronteras para ser valorado. Así que, un día, decidió que era tiempo de traer su talento a su propio pueblo. Con ese espíritu emprendedor, abrió su taquería local, donde los fines de semana se llenaban de vida, risas y el irresistible aroma de sus tacos. Pero Don Jelillos no solo era taquero; entre semana era campesino, sembrando maíz con una junta de bueyes que, según decían, eran los más grandes y cornudos del estado.
El Rojo, siendo aún un niño, absorbía esas lecciones de trabajo y amor por lo que se hace. Acompañaba a su padre al campo durante la semana y, los domingos, lo ayudaba en la taquería, despachando a los clientes y observando cómo la gente disfrutaba de esos manjares preparados con dedicación. En cada tortilla servida, había una pizca de orgullo y mucho aprendizaje.
Con el tiempo, la familia empezó a dispersarse. El hermano mayor del Rojo fue el primero en partir, rumbo a la Ciudad de México, y más tarde, llegó hasta Los Ángeles, California. Allí retomó el oficio de su padre, llevando consigo los sabores de su hogar. No pasó mucho tiempo antes de que el Rojo, ya mayor de edad, decidiera emprender su propio camino hacia el mismo destino.
Llegó a Los Ángeles con nada más que sus sueños y el sazón heredado de su padre. Eran tiempos de trabajo duro, pero también de baile y juventud. El Rojo, amante de la quebradita, se convirtió en un ícono entre sus amigos, equilibrando largas jornadas laborales con noches de música y diversión. A medida que ganaba experiencia, decidió independizarse de su hermano y abrir su propia taquería, llevando consigo las lecciones aprendidas en su niñez.
Su taquería no solo era un negocio; era un puente entre su pasado y su presente, un lugar donde los habitantes de Los Ángeles descubrían y disfrutaban ese sazón único que el Rojo había perfeccionado desde niño, bajo la mirada de Don Jelillos.
Hoy, las taquerías del Rojo son un deleite para quienes las visitan. Cada taco cuenta una historia, una historia de raíces profundas, de amor por la comida, y de humildad en el servicio que ha pasado de generación en generación. Y aunque Los Ángeles es ahora su hogar, cada tortilla, cada salsa, y cada sonrisa que ofrece son un tributo al legado de su padre y a los días soleados de su infancia en aquel pequeño pueblo